domingo, 27 de septiembre de 2009

La alquimiocracia (novela corta)

(4 de noviembre de 2007)

El país vivía todos los días el pandemonium de las fiebres paranoicas. Desde el primer servidor de la patria hasta sus más moribundos patriotas. Había un enemigo, un enemigo tan secreto y oculto, un enemigo tan oscuro y siniestro, un enemigo espectral por toda la nación.

En otros tiempos, cuando nuestra nación, cuyo nombre prefiero ignorar, gozaba de la bonanza debida a alquimistas que transmutaron ciencia ficción en tecnología todopoderosa, surgieron malos presagios de que la alquimia lograda se convertiría en dios destronado y un gran sollozo nacional.

Apenas convertidas en palabras estas profecías, el apocalipsis que en ellas se anunciaba se hacía realidad. Así, muchos alquimistas vieron como sus letras de oro, infladas en la estratosfera, se hacían polvo de arena abocado a estrellarse en la tierra, ambiciosos rapiñeros confundieron las balas con el cloroformo en medio de la desesperación, y la sana convivencia del pueblo se vio trastocada por el disco rayado del desempleo y por la nota discordante de la intrepidez delincuencial y el frenesí terrorista de un recién parido movimiento revolucionario.

El primer servidor de la patria, que ya por costumbre de ser el primero en mandar, el primero en servir a una patria que él veía en un dios trascendente que le había dado licencia para hacer lo que le diese la gana, fue el único en toda la patria con el privilegio de no sollozar, a pesar del mensaje de emergencia nacional televisado hasta en los canales de menos audiencia donde se mostraba comprometido y compasivo con el pueblo, como siempre hacía para aparentar solidaridad con su nación. El problema de la economía poco le importó hasta que se enteró de los latigazos que a su poder infligía el terrorismo. Entonces comprendió el valor de los alquimistas, de cómo ellos exorcizaban las miserias de los trabajadores con infinitas diversiones y parafernalia futurista, y a los profesionales haciéndoles creer que estaban iniciándose en los privilegios de la alquimia. Y cómo su función de jefe de estado se limitaba a ofrecer discursos de retórica nacionalista para bendecir todos los bienes y males de la patria, siempre y cuando no ofendiesen su pontificado. Y su otro recurso: exorcizar a huelguistas, ecologistas, pacifistas, defensores de los derechos humanos, entre otras pequeñas molestias comunes a otras naciones, con garrotes y gases lacrimógenos de la policía.

Viéndose sin la poderosa alquimia que en sus buenos tiempos era capaz de hacer todo tipo de transmutaciones, incluyendo las generosas alquimias para hacer fraude en las elecciones sin que el pueblo encontrase el fraude porque los alquimistas transmutaban el fraude en votos, acudió en un mensaje teledirigido a toda la nación mostrándose triste por la crisis económica, a la vez que alentaba al pueblo ante las desgracias, y le enviaba esperanzas de que los alquimistas pudieran transmutar esta crisis en un nuevo mundo futurista más avanzado que el de todas las ciencias ficciones juntas, y sobre todo habló compulsivamente del terrorismo elogiando la humildad y laboriosidad del trabajador servilista y vilipendiando a esos guerrilleros que en nombre de su ideología de las nubes ponían su conciencia en las armas de fuego y las bombas.

En el pueblo, pronto acaecería una división maniquea de las mentes. Aunque el primer servidor de la patria era despótico, sabía disfrazarse con hipócritas pero bien articulados mensajes de solidaridad con el pueblo… Y para dar más estuvo la actitud excesivamente beligerante de las guerrillas revolucionarias. Poner bombas en lujosos malls sobrevivientes a la crisis, donde acudían millares de almas de todas las clases sociales, así como en otros comercios muy visitados, movió la conciencia de potenciales aliados, sorpresivamente algunos obreros, en su contra, lo cual contribuyó a un movimiento paramilitar. Pronto las líneas entre unos y otros excedieron las guerrillas y los paramilitares, y con el estado de emergencia nacional decretado primero, luego la suspensión de la constitución nacional junto con la implantación de una Ley Marcial, surgió un ánimo de desconfianza entre los mismos ciudadanos. Unos a otros se golpeaban, apedreaban, mataban, ya sea por ser guerrillero o paramilitar, ya sea por ser muy o poco leal al Gobierno, ya sea por ser muy o poco revolucionario, ya sea por meros resentimientos personales que el estado caótico de la nación permitía.

La animadversión entre gentes del mismo pueblo se envidrió en una guerra civil. Ahora el ejército, ayudado unas veces de forma directa por paramilitares, otras de forma indirecta, encabezaba un movimiento higiénico de sanación nacional. Había que destruir los virus: las guerrillas. Pero como éstas se mantenían por numerosos simpatizantes, había que descabezar a cualquier sospechoso de serlo. A esta tarea se unieron los simpatizantes del ejército y de los paramilitares entre el pueblo.

Tristes espectáculos se vieron: casas de cartones construidas por pobres aplastadas con sus familias adentro por tanques del ejército; un alquimista empobrecido, intentando olvidar su mala suerte en una cena de segunda clase con su esposa e hijos, junto a los pocos criados que podía costear, volados en pedazos sus cuerpos por una bomba puesta por la guerrilla en su mansión; una mujer, temerosa del libre pensamiento de su intelectual esposo, lo envenenó en una cena que le preparó y ella misma se mató arrojándose por un abismo, al no poder sobrellevar en su conciencia la muerte de su esposo. Dignas muestras de la paranoia que abrasaba esta antaño noble nación.

El primer servidor de la patria no había cambiado mucho su forma de vida. El más significativo fue sustituir su corbata, su gabán, sus trajes de corte italiano fastoso y sus zapatos de legítima piel costosa por un kepis, uniforme de comandante militar con infinitas barras de méritos que nunca ganó, unido a botas de mariscal. Ahora para sus apariciones televisivas y en vivo vestía como Comandante General de las fuerzas armadas. En lo restante vivía mejor que los reyes de la Corte de Versalles. Solamente que debía recibir todos los días y a todas horas a Generales y militares para conocer las minucias sobre la Guerra Civil. Era todo hastiante para él, pero sabía fingir agrado de manera muy realista. En su soledad maldecía y aborrecía el poder que tenía, pero todo en silencio, así como en silencio había aprendido que una vez se tiene el poder lo que en verdad se piensa y se cree debe ser escondido, que hay que ser un maestro en la hipocresía para mantener el poder.

Las guerrillas irrumpieron en una gran fiesta privada, dando un golpe sorpresivo para el ejército. La fiesta, suntuosa, con mujeres vistiendo de diseñadores de París, junto con hombres vestidos con los mejores cortes de traje europeo, acicalados todos, y con sus hijos, sobrinos y demás jóvenes vistiendo con ostentosos trajes, todos en la fiesta con piedras preciosas, perlas, pulseras de oro de dieciocho kilates, todos en un santuario alquimista. Sin perder tiempo, las guerrillas pasaron por las armas a todos los distinguidos, excepto una joven que descubrieron ser de mucha utilidad.

La Guerra Civil seguía, y las guerrillas iban perdiendo muchos de sus guerrilleros. La campaña de limpieza de sus simpatizantes y sospechosos de serlo había dado éxito, los paramilitares habían perdido casi todos sus efectivos pero matando muchos guerrilleros, y la parte del pueblo leal al Gobierno se había encargado de los posibles traidores. De forma tal que la Guerra Civil ya se acercaba a su final, no sin haber dejado tras sí un gran genocidio, más de media nación había muerto, y abundaban los heridos, mutilados, incapacitados y moribundos.

Nada importaba, salvo que la que Guerra Civil se acabara. Ya los Generales, Tenientes y otros oficiales, e incluso los soldados, comenzaban a prepararse para el gran brindis que harían en cuanto la guerrilla se rindiese o fuese exterminada. Su destino tampoco importaba. Y como era de esperarse, la guerrilla, ya devastada, se había quedado arrinconada en una pequeña aldea de campesinos leales a su causa. La tarea de acabarlos sería fácil: el ejército entraría en la aldea y la limpiaría como lo había hecho en el pasado con cualquier posible traidor. Pero la guerrilla le guardaba una sorpresa: amenazaban con matarle la hija al Presidente. Y para no dejarle dudas al ejército, le enviaron una videograbación reciente de ella. El ejército se paralizó. El alto comando hizo saber de la problemática al Presidente.

No podía creerlo. El Presidente había dado estrictas órdenes a sus fuerzas aéreas de remover a toda su familia del país poco antes de comenzar la Guerra Civil. Ellos le habían asegurado que su cometido había sido cumplido. Y ahora de repente sale que su hija podría ser objeto de negociación de las guerrillas. Ahora se preguntaba si alguien más de su familia quedara. Esos mentirosos, decía respecto a sus subordinados, esos mentirosos, repetía una y otra vez. Por primera vez desde que era Presidente sollozó por largas horas, mientras maldecía a gritos a todo el mundo, y luego gritaba el nombre de su hija raptada una y otra vez envuelto en un largo sollozo. ¿Por qué mi hija? ¿Por qué mi hija?, se preguntaba una y otra vez con tono enajenado, sin dejar de sollozar.

Rápidamente, el Presidente ordenó llevar a cabo una negociación, y la ordenó maldiciendo con palabrotas, con una compostura desordenada y con mucha rabia. Ahora eran las guerrillas las que celebraban: tenían toda la esperanza de poder exiliarse y evitar perder sus vidas. Ya no pensaban en la revolución, habían comprendido en medio de la guerra que la revolución no se impone, nace, así que su preocupación era su propio destino, el temor a la muerte se había apoderado de ellos porque no fue hasta ese momento cuando sintieron la muerte como algo inminente sin honor ni gloria.

A la aldea, último reducto de las guerrillas, llegó el Presidente, algo demacrado su rostro, algo nervioso. Ya no venía a dar discursos para distraer al pueblo, ni a promover futuros que no daría, ni siquiera como Primer servidor de la patria, Presidente o Comandante General. Solamente venía como padre, como hombre insensible al pueblo que solamente una amenaza a un familiar, sobre todo a su querida hija, a quien amaba por encima de todo, lo hacía sensible.

La presencia del Presidente aumentó el ego de las guerrillas, que ya no tan sólo pedían clemencia y perdón por su rebelión, sino dinero, mucho dinero, proveniente de las arcas del Estado. El Presidente accedió a todas sus peticiones, a lo cual las guerrillas exigieron mucho más dinero, armamento, permitirles exiliarse en alguna Embajada de la capital, y el Presidente, sollozando, aceptó, pero sus Generales no le querían obedecer, ordenaron secretamente sitiar la aldea, matar a todos los aldeanos y guerrilleros, e inmediatamente toda la aldea sucumbía a la ráfaga de las ametralladoras.

El Presidente, aún sollozando, corrió hacia el cuerpo caído de su hija, desangrándose, paulatinamente perdiendo su vida, no se sabe si víctima de la matanza o de la venganza. Con la cabeza de su moribunda hija entre sus brazos, sollozaba aún más, tocaba sus mejillas, acariciaba su cabello, mientras se bañaba en sangre.

Una vez sintió inerte la cabeza de su hija, y se percató que la muerte de su hija era el precio que pagó por la guerra, sintió una rabia infernal y le entró a puños a varios Generales, uno de los que, con su pistola, mató a quemarropa al Presidente, sí, al Primer servidor de la patria, sí, al Comandante General, sí, al embaucador de su pueblo, sí, al insensible, al hipócrita político cuya máscara hizo caer su hija, hija que le costó su poder y su vida, y mientras el cadáver del Presidente era juntado con el de su hija, el Vicepresidente, ahora nuevo Presidente, declaraba el fin de la Guerra Civil, restablecía la Constitución, y los alquimistas transmutaron la producción y venta masivas de armas en una nueva era de bonanza económica nacional, en la estratosfera los nombres de alquimistas escritos en oro. Y todo el país se abrazaba porque la paranoia o la desconfianza descansaba en los muertos de la ya casi olvidada Guerra Civil, es decir en el pasado.

  Autor: Roberto Javier Rodríguez Santiago

viernes, 25 de septiembre de 2009

Elena (cuento)

La ciudad ya era entonces horrorosa, apestosa y decepcionante. Dondequiera se corría el riesgo de tropezar con algún charco de agua desechada manchando los zapatos de cualquier despistado y los neumáticos de algún carro accidentado en la inesperada depresión. Dondequiera los bolsos de basura, a veces rasgados por la desesperación de algún vagabundo, se amontonaban en círculos esperando la salvación que nunca llegaría. Dondequiera el aroma impersonal y mundano de la cloaca hacía a los habitantes y transeúntes buscar a Dios, porque temían que el infierno no estuviese hecho de azufre ardiente y sí de aguas putrefactas. Dondequiera los rascacielos, oficinas y comercios parecían cada vez menos poderosos, motivadores e interesantes. Ya la ciudad había perdido el encanto de la época yuppie, que hoy apenas recuerdan los jubilados y algunos borrachos parlanchines a quienes la gente considera esquizofrénicos.

Fue en esos tiempos que comencé a frecuentar un parque recreativo a las afueras de la ciudad donde la gente acudía en tropel: los padres buscando la esperanza que les permitiera seguir viviendo en una ciudad tan injusta mientras se empeñaban en enseñarles a jugar a sus hijos, ilusionados con verles ganar el juego decisivo que les ayudase a escapar de lo que ellos no pudieron; los envejecientes tratando de revivir la nostalgia que ya ni los filtros eróticos les concedían; y los solteros, persiguiendo el amor que nunca obtendrían. Entonces yo buscaba recuperar la fe en un paraíso que el dinero, el amor y las iglesias me hacían frecuentemente perder. Allí un domingo me sorprendí al ver a Elena, la hija de un viejo amigo mío de juergas universitarias y quien ya había alcanzado renombre en todo el feudo por su feroz destreza empresarial en un mercado tan competitivo como el nuestro.

A Elena la recuerdo desde sus primeros días de nacida. Ya proyectaba una dulzura y alegría que a mí me dejaban estupefacto y a su padre le hacían decir que ‘ella es la miel de mi vida’. Comenzó a gatear antes de lo que su progenitor esperaba y aprendió a caminar rápidamente y con una facilidad y soltura que le hacían exclamar que ‘ha comenzado el tiempo dorado de mi vida’. Cada vez que me lo encontraría me contaba de los constantes progresos de su Elena, a la que apodaba con entusiasmo “Milagros”.

Ese domingo Elena ya contaba con doce añitos de vida. Era apenas una adolescente, y hermosísima, con rostro de ángel y cabellos largos medio ensortijados y muy áureos, zapatos blancos inmaculados y con tacones, vestida con un traje largo de color blanco azucena, pero con atributos físicos extraordinarios, equilibrados y muy atractivos. La felicidad del padre no cabía en su sonrisa. Era tal su felicidad que se carcajeaba con una contentura que desbordaba el mundo, sin serle suficiente para dejar de jactarse de su Elena, de la Elena que le ‘ha traído el cielo a mi vida’.


Hace algunos días inicié mis faenas como voluntario de una organización cívica de asistencia alimentaria y cobijo a vagabundos y otros pobres vencidos por el tiempo y el olvido. Repartía comida desde una mesa. En mi cacerola tenía sopas con fideos de tan urinarios aspectos y olores poco sugestivos que yo mismo me creía bastante culpable de mal samaritano, sintiéndome un calculador calvinista. Una fila de caras de eterna apatía aguardaba por la que parecía ser su última cena. A lo lejos pude ver a mi viejo amigo empresario, ahora pordiosero, demente y errante, sin tener ni siquiera el recuerdo de aquella alegría suya que alguna vez no conoció ni siquiera silencios, disgustos ni tristezas, y que ahora parecía de otro mundo al igual que Elena, muerta en aquel avión estrellado por los terroristas en Nueva York. Ahora mi viejo amigo empresario, mi amigo, ha perdido hasta el nombre en los escombros de su vida.

Autor: Roberto Javier Rodríguez Santiago