viernes, 25 de septiembre de 2009

Elena (cuento)

La ciudad ya era entonces horrorosa, apestosa y decepcionante. Dondequiera se corría el riesgo de tropezar con algún charco de agua desechada manchando los zapatos de cualquier despistado y los neumáticos de algún carro accidentado en la inesperada depresión. Dondequiera los bolsos de basura, a veces rasgados por la desesperación de algún vagabundo, se amontonaban en círculos esperando la salvación que nunca llegaría. Dondequiera el aroma impersonal y mundano de la cloaca hacía a los habitantes y transeúntes buscar a Dios, porque temían que el infierno no estuviese hecho de azufre ardiente y sí de aguas putrefactas. Dondequiera los rascacielos, oficinas y comercios parecían cada vez menos poderosos, motivadores e interesantes. Ya la ciudad había perdido el encanto de la época yuppie, que hoy apenas recuerdan los jubilados y algunos borrachos parlanchines a quienes la gente considera esquizofrénicos.

Fue en esos tiempos que comencé a frecuentar un parque recreativo a las afueras de la ciudad donde la gente acudía en tropel: los padres buscando la esperanza que les permitiera seguir viviendo en una ciudad tan injusta mientras se empeñaban en enseñarles a jugar a sus hijos, ilusionados con verles ganar el juego decisivo que les ayudase a escapar de lo que ellos no pudieron; los envejecientes tratando de revivir la nostalgia que ya ni los filtros eróticos les concedían; y los solteros, persiguiendo el amor que nunca obtendrían. Entonces yo buscaba recuperar la fe en un paraíso que el dinero, el amor y las iglesias me hacían frecuentemente perder. Allí un domingo me sorprendí al ver a Elena, la hija de un viejo amigo mío de juergas universitarias y quien ya había alcanzado renombre en todo el feudo por su feroz destreza empresarial en un mercado tan competitivo como el nuestro.

A Elena la recuerdo desde sus primeros días de nacida. Ya proyectaba una dulzura y alegría que a mí me dejaban estupefacto y a su padre le hacían decir que ‘ella es la miel de mi vida’. Comenzó a gatear antes de lo que su progenitor esperaba y aprendió a caminar rápidamente y con una facilidad y soltura que le hacían exclamar que ‘ha comenzado el tiempo dorado de mi vida’. Cada vez que me lo encontraría me contaba de los constantes progresos de su Elena, a la que apodaba con entusiasmo “Milagros”.

Ese domingo Elena ya contaba con doce añitos de vida. Era apenas una adolescente, y hermosísima, con rostro de ángel y cabellos largos medio ensortijados y muy áureos, zapatos blancos inmaculados y con tacones, vestida con un traje largo de color blanco azucena, pero con atributos físicos extraordinarios, equilibrados y muy atractivos. La felicidad del padre no cabía en su sonrisa. Era tal su felicidad que se carcajeaba con una contentura que desbordaba el mundo, sin serle suficiente para dejar de jactarse de su Elena, de la Elena que le ‘ha traído el cielo a mi vida’.


Hace algunos días inicié mis faenas como voluntario de una organización cívica de asistencia alimentaria y cobijo a vagabundos y otros pobres vencidos por el tiempo y el olvido. Repartía comida desde una mesa. En mi cacerola tenía sopas con fideos de tan urinarios aspectos y olores poco sugestivos que yo mismo me creía bastante culpable de mal samaritano, sintiéndome un calculador calvinista. Una fila de caras de eterna apatía aguardaba por la que parecía ser su última cena. A lo lejos pude ver a mi viejo amigo empresario, ahora pordiosero, demente y errante, sin tener ni siquiera el recuerdo de aquella alegría suya que alguna vez no conoció ni siquiera silencios, disgustos ni tristezas, y que ahora parecía de otro mundo al igual que Elena, muerta en aquel avión estrellado por los terroristas en Nueva York. Ahora mi viejo amigo empresario, mi amigo, ha perdido hasta el nombre en los escombros de su vida.

Autor: Roberto Javier Rodríguez Santiago